jueves, 26 de marzo de 2020
Samuel A. Lillo / LA CAZA DEL PUMA
Es la tarde. La jauría cazadora Perdió el rastro en la espesura. Sobre el monte Yace el puma fatigado, mientras dora Ya la lumbre de la luna el horizonte.
Allí inmóvil en las hierbas está echado, Temblorosos los ijares con la saña; Aun eriza su gigante lomo arqueado, Y despiden sus pupilas llama extraña.
De improviso yergue inquieto la cabeza: A lo lejos un tropel siniestro escucha; Con elástica soltura se endereza, Presintiendo ya el peligro de la lucha.
Descendiendo por la cuesta de la loma Que a su espalda se levanta, la jauría En confuso torbellino ya se asoma, Dando al aire su salvaje algarabía.
El primero que de todos baja al frente En un dogo gigantesco que no espera La cuadrilla, y que gruñendo sordamente, Se abalanza sobre el cuello de la fiera.
Es el dogo más feroz de la comarca Y el leonero más tenaz y más experto; Pero un golpe formidable del monarca Lo derriba con el rojo vientre abierto.
Salta el puma sobre el cuerpo, y acostado Por la turba de sabuesos que ya llega, Como baja de la cúspide un rodado, Se despeña por la cuesta hacia la vega.
Y bañado por la luna, semejaba, Al empuje de sus saltos colosales, Un fantástico vampiro que volaba Por encima de los negros matorrales.
Corta el llano de improviso, como un tajo, Un torrente de hondo cauce, junto al cual Se levanta, centinela de aquel bajo, Una altísima patagua secular.
Sólo llega hasta el riachuelo la espesura De los litres y las murtas. Se descubre Desde el borde al otro lado la llanura Limpia y clara, como el cielo que la cubre.
Al sentirse en la barranca detenido, Viendo el puma que está encima la jauría, Salta al cauce y por el tronco retorcido Raudo sube hasta la cúpula sombría.
Y la fiera, dando tregua a sus temores, Puede ver, agazapada entre el follaje, Las traíllas de sabuesos cazadores Que registran y olfatean el boscaje.
Atraviesan, resoplando, la corriente Los caballos y los perros; y una hoguera Encendida por los mozos prontamente Cerca el árbol donde encuéntrase la fiera.
Luego sube por el tronco hacia el felino A ponerle sobre el mismo cuello el lazo, Un intrépido muchacho campesino, Un atleta de amplio pecho y fuerte brazo.
Libres, prestas van sus. manos: han probado Ya las bestias su vigor más de una vez; Lleva el lazo en la cintura preparado Y en los dientes su cuchillo montañés.
Mientras sube con pausados movimientos, Salta abajo la jauría ladradora, Y allá arriba, remecido por los vientos, Solitario, sobre el árbol el león llora.
Su ciclópeo corazón está sangrando, Y sus lágrimas, que corren una a una,
Como enormes solitarios, van rodando A los pálidos fulgores de la luna.
Llega el mozo, y con impávida destreza Sobre. el cuello de la fiera arroja el lazo; Pero el puma, sacudiendo la cabeza, Iracundo lo desvía de un zarpazo.
Es que al silbo de aquel látigo ha sentido Revivir en las entrañas su coraje; Y rugiendo, salta y hiere al atrevido Que al caer va rebotando en el ramaje.
Y una sombra misteriosa, velozmente, Con un salto, desde el árbol cruza el río; Y el rumor de una carrera sordamente Va subiendo desde el llano al bosque umbrío.
Mientras suenan del riachuelo en las orillas juramentos, y carreras y bufidos, Y ensordecen las quebradas las cuadrillas Con el coro de sus lúgubres ladridos,
Alumbrado por la luna que lo baña, Como un reto hacia los perros cazadores, En la cima de la próxima montaña, Lanza el puma sus rugidos triunfadores.
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