sábado, 11 de julio de 2020

Andrés Bello / La oración por todos


I

 

Ve a rezar, hija mía. Ya es la hora

de la conciencia y del pensar profundo: 

cesó el trabajo afanador y al mundo

la sombra va a colgar su pabellón. 

Sacude el polvo el árbol del camino,

al soplo de la noche; y en el suelto 

manto de la sútil neblina envuelto,

se ve temblar el viejo torreón.

 

¡Mira su ruedo de cambiante nácar 

el occidente más y más angosta;

y enciende sobre el cerro de la costa 

el astro de la tarde su fanal.

Para la pobre cena aderazado,

brilla el albergue rústico; y la tarda 

vuelta del labrador la esposa aguarda 

con su tierna familia en el umbral.

 

Brota del seno de la azul esfera

uno tras otro fúlgido diamante;

y ya apenas de un carro vacilante

se oye a distancia el desigual rumor.

Todo se hunde en la sombra; el monte, el valle, 

y la iglesia, y la choza, y la alquería;

y a los destellos últimos del día,

se orienta en el desierto el viajador.

 

Naturaleza toda gime: el viento

en la arboleda, el pájaro en el nido, 

y la oveja en su trémulo balido,

y el arroyuelo en su correr fugaz. 

El día es para el mal y los afanes.

¡He aquí la noche plácida y serena! 

El hombre, tras la cuita y la faena, 

quiere descanso y oración y paz.

 

Sonó en la torre la señal: los niños 

conversan con espíritus alados;

y los ojos al cielo levantados, 

invocan de rodillas al Señor.

Las manos juntas, y los pies desnudos,

fe en el pecho, alegría en el semblante, 

con una misma voz, a un mismo instante, 

al Padre Universal piden amor.

 

Y luego dormirán; y en leda tropa, 

sobre su cuna volarán ensueños, 

ensueños de oro, diáfanos, risueños, 

visiones que imitar no osó el pincel. 

Y ya sobre la tersa frente posan,

ya beben el aliento a las bermejas

bocas, como lo chupan las abejas 

a la fresca azucena y al clavel.

 

Como para dormise, bajo el ala 

esconde su cabeza la avecilla,

tal la niñez en su oración sencilla 

adormece su mente virginal.

¡Oh dulce devoción que reza y ríe!

¡De natural piedad primer aviso! 

¡Fragancia de la flor del paraíso!

¡Preludio del concierto celestial!

 

II

 

Ve a rezar, hija mía. Y ante todo, 

ruega a Dios por tu madre: por aquella 

que te dio el ser, y la mitad más bella 

de su existencia ha vinculado en él; 

que en su seno hospedó tu joven alma, 

de una llama celeste desprendida;

y haciendo dos porciones de la vida, 

tomó el acíbar y te dio la miel.

 

Ruega después por mí, más que tu madre 

lo necesito yo... Sencilla, buena, 

modesta como tú, sufre la pena,

y devora en silencio su dolor.

A muchos compasión, a nadie envidia, 

la ví tener en mi fortuna escasa.

Como sobre el cristal la sombra, pasa 

sobre su alma el ejemplo corruptor.

 

No le son conocidos...¡ni lo sean 

a tí jamás! ... los frívolos azares 

de la vana fortuna, los pesares

ceñudos que anticipan la vejez;

de oculto oprobio el torcedor, la espina 

que punza a la conciencia delincuente, 

la honda fiebre del alma, que la frente

tiñe con enfermiza palidez.

 

Mas yo la vida por mi mal conozco, 

conozco el mundo, y sé su alevosía; 

y tal vez de mi boca oirás un día

lo que valen las dichas que nos da.

Y sabrás lo que guarda a los que rifan 

riquezas y poder, la urna aleatoria,

y que tal vez la senda que a la gloria 

guiar parece, a la miseria va. 

Viviendo, su pureza empaña el alma, 

y cada instante alguna culpa nueva 

arrastra en la corriente que la lleva 

con rápido descenso al ataud.

La tentación seduce; el juicio engaña; 

en los zarzales del camino, deja 

alguna cosa cada cual: la oveja

su blanca lana, el hombre su virtud.

 

Ve, hija mía, a rezar por mí, al cielo

pocas palabras dirigir te baste;

 "Piedad, Señor, al hombre que criaste; 

eres Grandeza; eres Bondad; ¡perdón! 

Y Dios te oirá que cuál del ara santa 

sube el humo a la cúpula eminente, 

sube del pecho cándido, inocente,

al trono del Eterno la oración.

 

Todo tiende a su fin: a la luz pura 

del sol, la planta; el cervatillo atado, 

a la libre montaña; el desterrado,

al caro suelo que lo vió nacer;

y la abejilla en el frondoso valle,

de los nuevos tomillos al aroma;

y la oración en alas de paloma

a la morada del Supremo Ser.

 

Cuando por mí se eleva a Dios tu ruego, 

soy como el fatigado peregrino,

que su carga a la orilla del camino 

deposita y se sienta a respirar;

porque de tu plegaria el dulce canto 

alivia el peso a mi existencia amarga,

y quita de mis hombros esta carga, 

que me agobia de culpa y de pesar.

 

Ruega por mí, y alcánzame que vea, 

en esta noche de pavor, el vuelo

de un ángel compasivo, que del cielo 

traiga a mis ojos la perdida luz.

Y pura finalmente, como el mármol 

que se lava en el templo cada día, 

arda en sagrado fuego el alma mía, 

como arde el incensario ante la cruz.

 

III

 

Ruega, hija, por tus hermanos, 

los que contigo crecieron,

y en un mismo seno exprimieron, 

y un mismo techo abrigó.

Ni por los que te amen sólo

el favor del cielo implores;

por justos y pecadores,

Cristo en la cruz expiró.

 

Ruega por el orgulloso

que ufano se pavonea,

y en su dorada librea, 

funda insensata altivez;

y por el mendigo humilde 

que sufre el ceño mezquino 

de los que beben el vino 

porque le dejen la hez.

 

Por el que de torpes vicios 

sumido en profundo cieno, 

hace aullar el canto obsceno 

de nocturna bacanal.

Y por la velada virgen

que en su solitario lecho

con la mano hiriendo el pecho, 

reza el himno sepulcral.

Por el hombre sin entrañas,

en cuyo pecho no vibra

una simpática fibra

al pesar y a la aflicción.

Que no da sustento al hambre, 

ni a la desnudez vestido,

ni da la mano al caído, 

ni da a la injuria perdón.

 

Por el que en mirar se goza 

su puñal de sangre rojo, 

buscando el rico despojo,

o la venganza cruel.

Y por el que en vil libelo 

destroza una fama pura, 

y en la aleve mordedura 

escupe asquerosa hiel.

 

Por el que surca animoso 

la mar de peligros, llena; 

por el que arrastra cadena, 

y por su duro señor.

Por la razón que leyendo, 

en el gran libro, vigila; 

por la razón que vacila: 

por la que abraza el error.

 

Acuérdate en fin, de todos 

los que penan y trabajan; 

y de todos los que viajan

por esa vida mortal. 

Acuérdate aun del malvado 

que a Dios blasfemando irrita. 

La oración es infinita:

nada agota su caudal.

 

IV

 

¡Hija! reza también por los que cubre 

la soporosa piedra de la tumba, 

profunda sima adonde se derrumba

la turba de los hombres mil a mil: 

abismo en que se mezcla polvo a polvo, 

y pueblo a pueblo; cual se ve a la hoja 

de que el añoso bosque Abril despoja, 

mezclar la suya otro y otro Abril.

 

Arrodilla, arrodíllate en la tierra 

donde segada en flor yace mi Lola, 

coronada de angélica aureola;

do helado duerme cuanto fue mortal; 

donde cautivas almas piden preces

que las restauren a su ser primero, 

y purguen las reliquias del grosero vaso, 

que las contuvo, terrenal.

 

¡Hija! cuando tú duermes, te sonríes, 

y cien apariciones peregrinas, 

sacuden retozando tus cortinas: 

travieso enjambre, alegre, volador. 

Y otra vez a la luz abres los ojos,

al mismo tiempo que la aurora hermosa 

abre también sus párpados de rosa,

y da a la tierra el deseado albor.

 

¡Pero esas pobres almas!...¡si supieras

que sueño duermen!... su almohada es fría; 

duro su lecho; angélica armonía

no regocija nunca su prisión.

No es reposo el sopor que las abruma; 

para su noche no hay albor temprano;

y la conciencia, velador gusano,

les roe inexorable el corazón.

Una plegaria, un solo acento tuyo,

hará que gocen pasajero alivio,

y de que luz celeste un rayo tibio

logre a su oscura estancia penetrar; 

que el atormentador remordimiento 

una tregua a sus víctimas conceda, 

y del aire, y el agua, y la arboleda, 

oigan el apacible susurrar.

 

Cuando en el campo con pavor secreto 

la sombra ves, que de los cielos baja, 

la nieve que las cumbres amortaja,

y del ocaso el tinte carmesí:

en las quejas de aura y de la fuente 

¿no te parece que una voz retiña? 

una doliente voz que dice: "Niña, 

cuándo tú reces, ¿rezarás por mí?"

 

Es la voz de las almas. A los muertos 

que oraciones alcanzan, no escarnece 

el rebelado arcángel, y florece

sobre su tumba perennal tapiz.

Más ¡ay! los que yacen olvidados 

cubren perpetuo horror, hierbas extrañas 

ciegan su sepultura; a sus entrañas

¡árbol funesto enreda la raíz!

 

Y yo también, (no dista mucho el día) 

huésped seré de la morada oscura,

y el ruego invocaré de un alma pura, 

que a mi largo penar consuelo dé.

Y dulce entonces me será que vengas, 

y para mí la eterna paz implores,

y en la desnuda loza esparzas flores, 

simple tributo de amorosa fe.

 

¿Perdonarás a mi enemiga estrella, 

si disipadas fueron una a una

las que mecieron tu mullida cuna 

esperanzas de alegre porvenir?

Sí, le perdonarás; y mi memoria

te arrancará una lágrima, un suspiro 

que llegue hasta mi lóbrego retiro, 

y haga mi helado polvo rebullir.




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