Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.
En esos años, fui perdiendo los dientes de leche, uno a uno. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo —la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, y el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía—.
Y, cuando llegábamos a episodios especialmente emocionantes —una persecución, la proximidad del asesino, la inminencia de un descubrimiento, la señal de una traición—, mi madre carraspeaba, fingía un picor de garganta, tosía; era la señal pactada de la primera interrupción. Ya no puedo leer más. Entonces me tocaba suplicar y desesperarme: no, no lo dejes aquí; sigue un poquito más. Estoy cansada. Por favor, por favor. Interpretábamos la pequeña comedia, y luego ella seguía adelante. Yo sabía que me engañaba, claro, pero siempre me asustaba. Al final, una de las interrupciones sería de verdad, y ella cerraría el libro, me daría un beso, me dejaría a solas en la oscuridad y se entregaría a esa vida secreta que viven los mayores por la noche, sus noches apasionantes, misteriosas, deseadas; ese país extranjero y prohibido para los niños. El libro cerrado se quedaría sobre la mesilla, callado y terco … Y, aunque yo abriese el libro en el lugar oportuno, señalado por el marcapáginas, no serviría de nada, pues solo vería líneas llenas de patas de araña que se negarían a decirme una mísera palabra. Sin la voz de mi madre, la magia no se hacía realidad. Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.
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