No sabemos su nombre, ni dónde nació, ni cuánto tiempo vivió. Lo llamaré «él» porque lo imagino hombre. Las mujeres griegas de la época no tenían libertad de movimientos, les estaban prohibidas la independencia y la iniciativa para hacer algo así.
Él vivió en el siglo VIII a. C., hace veintinueve siglos. Cambió mi mundo. Mientras escribo estas líneas, me siento agradecida a ese desconocido olvidado que con su inteligencia consiguió un avance maravilloso, aunque quizá no fue consciente de la trascendencia de su hallazgo. Lo imagino viajero, tal vez isleño. Con seguridad fue amigo de curtidos mercaderes fenicios de rostro bronceado. Seguramente bebió con ellos en las tabernas de los puertos, de noche, aspirando el olor del salitre en el aire mezclado con el humo que subía de un platillo de sepia sobre la mesa, mientras escuchaba historias de mar. Barcos cabalgando en las tormentas, olas como cordilleras, naufragios, costas extrañas, misteriosas voces de mujer en la noche. Pero lo que a él le fascinaba sobre todo era un talento de los marinos en apariencia humilde y sin épica. ¿Cómo podían escribir tan deprisa unos sencillos mercaderes?
Los griegos habían conocido la escritura en la época del apogeo cretense y de los reinos micénicos, con sus constelaciones de signos arcanos al servicio solo de la contabilidad palaciega. Sistemas silábicos de gran complejidad y un uso muy limitado, elitista. Los tiempos de saqueos e invasiones, junto a la pobreza de los últimos siglos, casi habían sepultado en el olvido aquellos laberintos de signos. Para él, para quien el arte de la escritura era un símbolo de poder, los rápidos trazos de los marinos fenicios fueron una revelación. Sintió asombro, vértigo, deseos de poseer su secreto. Decidió descifrar los misterios de la palabra escrita.
Consiguió uno o varios informantes letrados, tal vez pagándoles de su propia bolsa. El lugar donde sucedieron los encuentros probablemente fuera una isla (las mejores candidatas son Tera, Melos y Chipre) o incluso la costa libanesa (como, por ejemplo, el puerto de Al Mina, donde los mercaderes eubeos estaban en trato constante con los fenicios). Aprendió de sus improvisados maestros la mágica herramienta que permitía atrapar la huella de las infinitas palabras con solo veintidós simples dibujos. Supo apreciar la audacia del invento. Al mismo tiempo, descubrió que la escritura fenicia contenía acertijos: solo se anotaban las consonantes de cada sílaba, dejando al lector la tarea de adivinar las vocales. Los fenicios habían sacrificado la exactitud en aras de una mayor facilidad.
A partir del modelo fenicio, él inventó, para su lengua griega, el primer alfabeto de la historia sin ambigüedades —tan preciso como una partitura—. Comenzó por adaptar en torno a quince signos fenicios consonánticos en su mismo orden, con un nombre parecido (aleph, bet, gimel… se convirtieron en «alfa», «beta», «gamma»...). Tomó letras que no eran útiles para su lengua, las llamadas consonantes débiles, y usó sus signos para las cinco vocales que como mínimo se requerían. Solo fue innovador allí donde se vio capaz de mejorar el original. Su logro fue enorme. Gracias a él se difundió en Europa un alfabeto mejorado, con todas las ventajas del hallazgo fenicio y un nuevo avance añadido: la lectura dejó de estar sujeta a conjetura y, por tanto, se volvió todavía más accesible. Imaginemos cómo sería leer esta frase sin vocales: mgnms cm sr lr st frs sn vcls. Pensemos por un instante en la dificultad de identificar la palabra «idea» a partir de la consonante «D», o «aéreo» desde tan solo una «R».
No sabemos nada sobre ese desconocido; solo nos queda la fantástica herramienta que nos regaló. Su identidad es una huella borrada por las olas, pero no hay duda de que existió. Los expertos piensan que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo a cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente que exigió una gran sofisticación auditiva para identificar las partículas básicas —consonantes y vocales— que componen las palabras. Un acontecimiento único que se realizó en un momento determinado y en un único lugar. En la historia de la escritura griega no hay indicios de un tránsito gradual desde un sistema menos completo a uno más acabado. Tampoco hay rastros de formas intermedias, ensayos, vacilaciones ni de retrocesos. Hubo alguien —ya nunca averiguaremos quién—, un sabio anónimo, asiduo de tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes forasteros en un lugar bañado por el mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que imaginó el creador de este instrumento prodigioso.
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