lunes, 20 de julio de 2020

José Gorostiza / Muerte sin fin (fragmento)


Lleno de mí, sitiado en mi epidermis 

por un dios inasible que me ahoga, 

mentido acaso

por su radiante atmósfera de luces 

que oculta mi conciencia derramada, 

mis alas rotas en esquirlas de aire, 

mi torpe andar a tientas por el lodo; 

lleno de mí —ahíto— me descubro 

en la imagen atónita del agua,

que tan sólo es un tumbo inmarcesible, 

un desplome de ángeles caídos

a la delicia intacta de su peso,

que nada tiene

sino la cara en blanco

hundida a medias, ya, como una risa agónica, 

en las tenues holandas de la nube

y en los funestos cánticos del mar

—más resabio de sal o albor de cúmulo

que sola prisa de acosada espuma.

No obstante —oh paradoja— constreñida 

por el rigor del vaso que la aclara,

el agua toma forma.

En él se asienta, ahonda y edifica,

cumple una edad amarga de silencios

y un reposo gentil de muerte niña,

sonriente, que desflora

un más allá de pájaros

en desbandada.

En la red de cristal que la estrangula,

allí, como en el agua de un espejo,

se reconoce;

atada allí, gota con gota,

marchito el tropo de espuma en la garganta 

¡qué desnudez de agua tan intensa,

qué agua tan agua,

está en su orbe tornasol soñando,

cantando ya una sed de hielo justo!

¡Mas qué vaso —también— más providente 

éste que así se hinche

como una estrella en grano,

que así, en heroica promisión, se enciende 

como un seno habitado por la dicha,

y rinde así, puntual,

una rotunda flor

de transparencia al agua,

un ojo proyectil que cobra alturas

y una ventana a gritos luminosos

sobre esa libertad enardecida

que se agobia de candidas prisiones!

 

¡Mas qué vaso —también— más providente! 

Tal vez esta oquedad que nos estrecha

en islas de monólogos sin eco,

aunque se llama Dios,

no sea sino un vaso

que nos amolda el alma perdidiza,

pero que acaso el alma sólo advierte

en una transparencia acumulada

que tiñe la noción de Él, de azul.

El mismo Dios,

en sus presencias tímidas,

ha de gastar la tez azul

y una clara inocencia imponderable, 

oculta al ojo, pero fresca al tacto,

como este mar fantasma en que respiran 

—peces del aire altísimo—

los hombres.

¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!

Un coagulado azul de lontananza,

un circundante amor de la criatura,

en donde el ojo de agua de su cuerpo 

que mana en lentas ondas de estatura 

entre fiebres y llagas;

en donde el río hostil de su conciencia 

¡agua fofa, mordiente, que se tira,

ay, incapaz de cohesión al suelo!

en donde el brusco andar de la criatura 

amortigua su enojo,

se redondea

como una cifra generosa,

se pone en pie, veraz, como una estatua. 

¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?

Un minuto quizá que se enardece

hasta la incandescencia,

que alarga el arrebato de su brasa,

ay, tanto más hacia lo eterno mínimo

cuanto es más hondo el tiempo que lo colma. 

Un cóncavo minuto del espíritu

que una noche impensada,

al azar

y en cualquier escenario irrelevante

—en el terco repaso de la acera,

en el bar, entre dos amargas copas

o en las cumbres peladas del insomnio— 

ocurre, nada más, madura, cae 

sencillamente,

como la edad, el fruto y la catástrofe. 

¿También —mejor que un lecho— para el

  agua

no es un vaso el minuto incandescente 

de su maduración?

Es el tiempo de Dios que aflora un día, 

que cae, nada más, madura, ocurre, 

para tornar mañana por sorpresa

en un estéril repetirse inédito,

como el de esas eléctricas palabras 

—nunca aprehendidas,

siempre nuestras—

que eluden el amor de la memoria, 

pero que a cada instante nos sonríen 

desde sus claros huecos

en nuestras propias frases despobladas 

Es un vaso de tiempo que nos iza

en sus azules botareles de aire

y nos pone su máscara grandiosa,

ay, tan perfecta,

que no difiere un rasgo de nosotros.

Pero en las zonas ínfimas del ojo, 

en su nimio saber,

no ocurre nada, no, sólo esta luz, 

esta febril diafanidad tirante,

hecha toda de pura exaltación,

que a través de su nítida substancia 

nos permite mirar,

sin verlo a Él, a Dios,

lo que detrás de Él anda escondido: 

el tintero, la silla, el calendario 

—¡todo a voces azules el secreto

de su infantil mecánica!—

en el instante mismo que se empeñan

en el tortuoso afán del universo.


José Gorostiza





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