domingo, 23 de mayo de 2021

Percy Bysshe Shelley / El Triunfo de la Vida (fragmento: versos 1 al 116)


Veloz como un espíritu se apresura a su tarea 

de gloria y de bondad, el sol saltó adelante 

regocijándose en su esplendor, y cayó la máscara 

de la oscuridad desde la tierra despierta --

 

Los altares sin humo de las montañas nevadas 

flamean sobre nubes carmesí, y en el nacimiento 

de la luz, la plegaria del océano se presentó, 

para que las aves templaran su triste canción.

 

Todas las flores en el campo o el bosque que no cerraron 

sus temblorosos párpados para el beso del día, 

oscilando sus incensarios en el elemento, 

con incienso de Oriente iluminados por el rayo nuevo 

lentamente quemado y inconsumible, que envía 

sus suspiros olorosos hasta el aire sonriente;

 

Y, en debida sucesión, por continente, 

isla, océano y todas las cosas que en ellos usan 

la forma y el carácter del molde mortal, 

ascendiendo como el sol, su padre se levantó, para llevar 

su porción de la fatiga, que él tomó del viejo 

como si fuera suya y luego le impusieron.

 

Pero yo, a quien incalculables pensamientos habían 

mantenido despierto como a las estrellas que brillan 

en el cono de la noche, ahora que ellas se quedaron dormidas

estiré mis piernas débiles por debajo de la raíz 

de un viejo castaño que atravesaba la cuesta 

de un verde Apenino: delante de mi huyó 

la noche; detrás de mí se levantó el día; lo profundo 

estaba a mis pies y el cielo por encima de mi cabeza.

 

Entonces un extraño trance en mi fantasía surgió, 

que no era un sueño, la sombra se desvaneció 

fue tan transparente, que la escena se me clarificó 

como cuando un velo de luz se dibuja 

en las colinas, con tenue luz, al atardecer; y yo sabía 

que había sentido la frescura de ese amanecer 

bañar con el mismo frío rocío mis cejas y cabello,

 

Y así sintiéndome recostado sobre el césped,

bajo mi propia rama, oyendo como 

los pájaros, las fuentes y el océano mantenían una 

dulce charla que sonaba a música a través del aire enamorado,

una visión sobre mi destino se implementó

...

En ese trance de pensamiento maravilloso, 

este fue el tenor de mi estado de vigilia:

 

Creí encontrarme junto a un camino público

cubierto de espeso polvo de verano y gran caudal

de gentes que corrían de un lado para otro

como un sinfín de mosquitos en el fulgor del ocaso,

y aunque todos se afanaban, nadie parecía saber

adonde iba, ni de dónde venía, ni por qué

formaba parte de la muchedumbre, y así

era arrastrado por el tumulto, como por el cielo

una entre un millón de hojas del ataúd del verano.

 

Vejez y juventud, madurez e infancia,

aparecían mezcladas en un torrente poderoso;

algunos escapaban de aquello que temían, y algunos

buscaban el objeto del temor de otro,

y otros como quien marcha hacia la tumba,

miraban los pisoteados gusanos que se arrastraban abajo,

y otros más andaban doloridos en la penumbra

de su propia sombra, a la cual llamaban muerte...

Y otros huían de ella como si fuera un fantasma,

desmayando casi en la aflicción de un vano aliento.

 

Pero muchos más con ademanes contagiados

perseguían o evitaban las sombras que las nubes

o las pájaros perdidos en el aire del mediodía

arrojaban en aquel camino donde no crecían flores;

y fatigados de ajetreo vano y una débil sed,

en vez de oír las fuentes de cuyas células musgosas

brota eternamente un rocío melodioso

u oír a la brisa que viene de los bosques

hablar de sendas de hierba y claros que se alternan

con entrelazados olmos y cavernas frías

y márgenes violetas donde rumian dulces sueños,

iban detrás, como de antiguo, de su seria locura...

 

Y mientras miraba, me pareció que en el camino

el tropel se encrespaba, como los bosques en junio

cuando el viento del sur agita el día extinto;

y un frío resplandor, más intenso que el mediodía,

pero helado, oscureció de luz

el sol y las estrellas. Como la luna nueva,

cuando en las lindes soleadas de la noche

pone a temblar su blanca concha en el aire carmesí

y, mientras la tempestad dormida junta fuerzas,

transporta, como heraldo de su arribo,

el fantasma de su madre muerta, cuya tenue forma

se inclina hacia el oscuro éter desde la silla de su hija,

 

así vino un carruaje en la tormenta silenciosa

de su propio brillo arrasador, y así una Forma

iba sentada en él como quien, deformado por los años,

bajo una lúgubre capucha y una doble capa

se agacha a la sombra de una tumba, y sobre

lo que parecía la cabeza, se cernía, cual crespón,

una nube, y con pardo, débil y etéreo resplandor

amortiguaba la luz; en el rayo del carruaje

una Sombra con los rostros de Jano asumía

la conducción del prodigioso carro alado.

 

Las Figuras que lo arrastraban entre densos  relámpagos

se perdieron: en el suave fluir del aire sólo se oía ya

la música de las alas incesantes.

Las cuatro caras del auriga

tenían los ojos vendados... De poco sirve

que un carro sea veloz si lo guía la ceguera,

ni vale entonces que los rayos eclipsen el sol

o que los vendados ojos puedan penetrar la esfera

de todo lo que es, ha sido o será hecho.

Pero, por mal que el carruaje fuera conducido,

pasó majestuosamente con solemne rapidez...

 

La multitud cedió y me levanté espantado, 

o parecía elevarme, tan poderoso era el trance, 

y ví, como las nubes en la explosión del trueno, 

a millones entonar una feroz canción y danzar locos 

y furiosos alrededor — tal parecía el Jubileo 

que saluda el avance de algún conquistador 

sobre la Roma Imperial, despreciando lo que era su vida, 

el Senado, el foro, el teatro,

no presintiendo que a la libertad le

habían atado un yugo, que prontamente aceptarían llevar.




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