Llegar con el labio partido
puede significar que tus compañeros
te hagan su presa con los ojos.
Puede significar también que tu padre
ha descubierto lo que dicen de ti en la escuela
y te ha dado una paliza
para que aprendas a defenderte.
Pero ¿cómo se defiende uno de las palabras?
¿Dónde se aprende a darles la vuelta,
a desoírlas
para que no te despierten en la noche
ladrando los mismos insultos?
¿Dónde se esconde uno de ellas?
Si te descubren hasta en las paredes de los baños,
en las butacas del salón,
saben pegar tu nombre a un dibujo de penes,
a un dibujo de culos penetrados.
Si te persiguen
como un enjambre de abejas alborotadas,
correteándote por todo el camino
y se meten hasta tu cuarto
y se oyen por encima de la televisión,
por encima de la voz de mamá
preguntando cómo te fue en colegio,
y zumban,
zumban,
zumban.
Uno termina por creerles,
por voltear a ver cuando alguien grita: ¡joto!
en la calle.
Cuando ya es inútil disimular
ante la mirada incrédula de tu padre
porque lo ha visto todo.
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