El día que mi padre dejó de caminar
gritó mi nombre.
Solté lo que traía en las manos,
me acerqué corriendo.
Mi padre yacía con el cuerpo tendido,
incapaz de levantarse, secuestrado por el suelo.
Lo levanté,
me sorprendió lo ligero que era,
no me había percatado hasta entonces
cuánto había adelgazado.
Lo llevé hasta su cama en brazos.
Era tan pequeño, mi padre,
así, cerca de mi pecho,
tan frágil.
Fue como si hubiéramos volteado al tiempo
intercambiando papeles,
como cuando en los espejos
la mano izquierda se vuelve derecha.
Cuando lo dejé en la cama se sacudió un poco
y se enfrió mi sangre de golpe.
Yo pensaba que era una convulsión,
pero sólo estaba llorando.
Mi padre estaba llorando.
Creo que nunca antes lo había visto
llorar.